martes, 9 de diciembre de 2008

31 de Julio de 2005. Camino de Rumšiškės I, Lituania.

Un tren destartalado, detestable, de juguete, dedicado únicamente a los pocos precavidos turistas, tras un lento paseo en una lata de hojalata que ya tenía dificultad para superar los 60 km/h. Un paisaje envidiable, verde de rimbombantes árboles. El país de los lagos y las lluvias nos daba su bienvenida. El sonido de la naturaleza que muchos de nosotros empezábamos a olvidar. La tranquilidad materializada en ese exacto momento, sonrisas cómplices que no se pueden interpretar hasta que los bandidos hacen acto de presencia. Algunos de nosotros somos encañonados con reproducciones de las verdaderas armas de los antiguos asaltantes de las caravanas o ferrocarriles estadounidenses –quizás simplemente sea poética, ya que la arma apuntaba a mi sien- , mientras que los lituanos sonríen compasivamente de nuestra situación, recuerdos de los españoles intentando engañar a los pocos turistas suecos y británicos en nuestras costas.

La simbología hecha realidad en una puesta en escena a punta de pistola, un tanto cutre y poco creíble por las sonrisas de las profesoras y la falta de violencia en los ojos profundos de los secuestradores, único a su imagen como postal para el recuerdo; cubrecarabinas de cuero desgastadas, chalecos de época –más bien, pasados de moda, generalmente olvidados en el último lugar del armario- falsos aros en las orejas y un semblante bonachón que a nadie pasa desapercibido. Nos obligan a bajar del tren y continuar la marcha a pie, al que sería nuestro destino moral, maniatados a un gran roble en medio del bosque, en el campamente rebelde. Heridos en las manos por las ataduras y marcas sangrantes de los latigazos sería lo normal, en esta situación. Sin embargo lo que nos queda a los pocos desafortunados que estamos maniatados es una risa contagiosa que pasa de unos a otros por el surrealismo de una situación, que hacía ya años eran visible en nuestro país.

Un colmena con grandes tábanos que no paran de zumbar sobre nuestras cabezas. Grandes avispas que describen círculos alrededor nuestro, sabiendo que alguno de nosotros sería poco agradablemente acariciado por su aguijón y saboreado por su veneno. El espectáculo empieza a aburrir, y el enfurecimiento de los insectos va en aumento, cada vez mayor hasta que consiguen reparar su furia mientras reparan en mí, mi cara y su cada vez más abultado tamaño por el gran picotazo de una de ellas, en el lateral en las cercanías de la cara.

El inicio del contacto con la verdadera Lituania – con las tan detestables generalizaciones- de conceptos como este o los habitantes de la antigua URSS, conceptos tan poco abarcables porque contiene tal magnitud de diferencias, de historia e historias tan pocas veces compartidas, menor en la versión de cada uno que se debería olvidar. El sacerdote, más bien, la persona que se gana la vida haciendo ese papel, postal de bonachón, grandes mejillas teñidas de rojo –por el consumo excesivo de degtine- unas grandes lentes ahumadas y toda la parafernalita para llevar a cabo el papel, incluido el imprescindible alzacuellos. Se da cuenta del crecimiento incipiente de mi cara y me lleva a una de las mujeres del grupo, adornadas para este acontecimiento con las prendas típicas nacionales, que tanto orgullo y disposición a enseñar tiene este pueblo. Minorías en las que la cultura-folk y toda la ornamentación es imprescindible para comprender el corto periodo de sus independencias y como ha sido el proceso de incorporación de los conceptos de identidad nacional.
Más información de Rumšiškės en wikipedia.
En la página de museos de Lituania (en inglés)

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