sábado, 14 de marzo de 2009

Cronicas cairotas. Tormenta de arena



Acabamos eligiendo un peor día para pasear por los alrededores del elitista barrio de Zamalek, repleto de extranjeros ambulantes por sus calles principales y característico por la cercanía de embajadas, inimaginablemente de forma geográfica. Concentración nacional en torno a escasas calles y barrios de la capital.



Terminamos encontrándonos con una pequeña tormenta de arena, habitual para los habitantes de la ciudad, pero lo suficientemente molesta para nosotros, como para concluir nuestras obligaciones cuanto antes y desear encontrarnos en casa, o en un café fumando una shisha de manzana.



Un paseo que nos llevaría a cruzar el río Nilo por el puente 6 de Octubre, tras un breve paseo por la orilla oriental, continuando en dirección a Midan Tahrir –Wasat al-balad, el centro de la ciudad, según los cairotas – atravesando por las barricadas del rosado Museo Egipcio, para acabar en los alrededores de Midan Talat- al Hurb –la plaza de la tercera guerra, o la conocida para los israelíes y la mayoría del mundo occidental como la guerra del Yom Kippur- repleta de vendedores callejeros, y especialmente de librerías casi siempre vacías, o de hostales para extranjeros-.



Tras la tormenta se comprende el color entre gris y dorado de los árboles, postal de recuerdo de muchos turistas en Egipto, un polvo que en un primer momento se cree por la contaminación atmosférica de la ciudad, pero sin embargo no es siempre real, esta primera visión de cualquier momento, lugar o entorno.



A pesar que la tormenta es normal para los cairotas, y prácticamente no cambia su rictus facial, para nosotros la arena es muy molesta, incómoda hasta llegar a aburrir. Su acumulación en las pestañas y cejas, una sensación de suciedad del rostro por la mezcla de sudor y arena, cierto desteñimiento sombrío tras el intento de higiene. Un deseo insuperable de mantener los ojos cerrados, para evitar el atasco de partículas al viento. Las miradas entre comprensivas y sonrientes de los nativos con los que nos cruzamos, al observar nuestras caras de occidentales, débiles y pocos acostumbrados a los sufrimientos de estas latitudes.. Un cielo grisáceo, la invisibilidad de las nubes por la neblina creada por el polvo del desierto, tan cercano a nuestra localización, y a la vez tan lejano por la muralla urbana de la gran aglomeración de la capital.



La normalidad relativa, más bien tranquilidad creada por el torbellino de arena. Aunque la molestia limitada para los egipcios, era visible, ya que aunque encontrándonos a sábado –segundo día de fin de semana para los musulmanes-, en las postrimerías del domingo, y primer día de trabajo, muchas personas habían decidido que era mejor descansar tranquilamente en casa, antes que sufrir el suplicio de los pequeños granillos, imposibles de vencer.

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