lunes, 10 de noviembre de 2008

Octubre de 2006. El inicio de la imposibilidad de volver la mirada atrás.

Un cielo gris, como apenado por algún casi olvidado recuerdo, lánguido como el que se ha cansado de dormitar, nos da la bienvenida a Skavsta, un pueblecito bastante lejos de lo que se anuncia oficialmente como Estocolmo. Jugando con la noche, malabarismos que nos sirven para zafarnos de la penumbra, no perdemos el avión de tan suma casualidad, que nos sorprendemos que nos dejen subir al avión.

El cielo no nos da ni un solo respiro –ni lo va a dar durante los cinco días que permanezcamos en territorio sueco-. Constantemente viramos desde una pequeña llovizna que nos permite continuar haciendo autostop a un turbión que nos empapa por completo, por la incompetencia de nuestros chubasqueros. La inviolabilidad del que no tiene horarios para moverse, dependiendo totalmente de los demás, por ese mismo motivo es totalmente libre, su poder estriba en ello, es su única fortaleza, intocable. Discutible silogismo, pero potencialidades infinitas que son discutibles.

Como de antemano concebido, escribimos STOCKHOLM en nuestros carteles, con el gran amigo de cualquier autoestopista que se precie, como es el rotulador permanente, normativamente azul o negro. Los protegemos con plástico contra la lluvia, algo que ya estaba previsto con anterioridad, también. Dos españoles, un francés y dos chicas letonas componen el grupo, ávidos buscadores del mito sueco. Parece una broma, pero más bien puede convertirse en una grotesca anécdota, casi una leyenda degenerada. Simplemente una experiencia, en las que los protagonistas decidieron su camino tras amputar la mano que tajantemente los ahogaba.

Largos minutos de espera mientras los coches parecen olvidar su camino. Unos dulces jubilados con su perfecto inglés y su gran ranchera nos recogen a los cinco y nos llevan hasta la autoestopista. Un chico francés, otro español, y para romper el telón de acero, una chica letona; Un trío definitorio por antonomasia de lo que debiera ser Europa y en definitiva la globalidad. Una comunidad de personas, simplemente individuos que desean comunicarse con otros desiguales, imperfectos como ellos, pero con la potencialidad que supone la diferencia. Ni siquiera tenemos tiempo de enseñar nuestros carteles, dos chicos nos recogen para dejarnos en las afueras de Estocolmo. Su origen chileno y mexicano inevitable mientras hablan conmigo en español, su lengua materna; únicamente viran hacia el sueco cuando la privacidad prima en el discurso a la comunicación global. Sorprendente poliglotismo de alguien que no conoce su país de origen, pero su idioma se sigue manteniendo, a pesar del impasible frío, las heladas perturbadoras, y las siempre resbaladizas hojas brillantes como el propio futuro.

El tren cercanías al centro de Estocolmo es gratis –o al menos para nosotros-, el vendedor nos dice que ya cierra y que pasemos sin pagar. No pasa nada, ya no podéis comprar el billete, decirlo si viene el revisor. ¡Bienvenidos a Suecia! El grupo se recompone más tarde tras pequeñas esperas en la estación de buses de Estocolmo, proceso repetido a posteriori en multitud de ocasiones. La primera experiencia en autostop fuera de los países bálticos, nos da la bienvenida en la fúnebre estación central, nuestra carne vibrante, más bien inmutable por el frío haciéndonos partícipes que la vida debe ser complicada para la nueva generación si queremos ser los próximos que tengan algo que decir en la historia. Una imagen, más bien un destello en mi mirada, darme cuenta de que esta va a ser mi forma de viajar en los próximos años. Vertiginosa, al contrario que rápida, espontánea, y con la posibilidad de conocer el país realmente, aunque sea una porción ínfima, pero auténtica. Me irritaban aquellas personas que al llegar a África se instalaban en la “pequeña Europa” o en la “pequeña América”(es decir en los hoteles de lujo) y al regresar a sus países presumían de haber vivido en África, a la cual no habían visto en absoluto. Citando a Ryszard Kapuscinski, inevitable si no queremos caer en un reduccionismo criminal y asesino de los grandes autores.

Practicar lenguas e intentar conocer el idioma local como tarea imprescindible, como opción obligatoria, simplemente como una total libertad conseguida por un chantaje de nuestra propia decisión, por nuestra simple coherencia personal. Una integridad conseguida al estar en manos de los demás como diacronía, ser potencialmente dependientes de toda la humanidad que pasa a nuestro lado.

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