miércoles, 12 de noviembre de 2008

Octubre de 2008.La amarga despedida, tan dulce que nos permite emprender el camino.

¿Dónde conseguir que un conductor te lleve en una ciudad en Suecia, para tener un encuentro romántico con una amable y complaciente amiga, mejor que Ikea? Caminamos siempre a donde pretendemos, o más bien eso creen la minoría que pueden ver su propios pasos, que pueden decidir hacia donde se aproximan.


Alegre deambular durante cinco días por la otoñal Linköping, sencillamente otra de las tantas ciudades de la diáspora estudiantil española. La guetización Erasmus tan idiosincráticamente sureña: limitar nuestras posibilidades por la facilidad de mantenernos en nuestra propia jaula, no querer romper la simple pared de papel que supondría ver el mundo, las potencialidades desaprovechadas, de las cuales nos arrepentiremos y como tan deporte nacional interiorizado, criticaremos.
Simplemente maravilloso, como reflejan los artistas.


El descanso tan deseado y dulce al que nos obliga el otoño, más bien el gran regalo de la dorada estación, permitiendo deleitarnos con los pocos días secos, disfrutar los segundos después de cada gran chaparrón; al igual que el terrible centinela Cerbero, siempre existen unos segundos para parpadear. Los segundos con los que nos podemos hacer libres.


Fotogénicamente claros paisajes que se contraponen con los miles de tintes que van del amarillo al marrón, pasando por el terrible e inalterable rojo. Sin tonalidades, simplemente palabras el rojo del deseo y la decisión –las dos caras que crean el mundo viviente. Como las de Nabokov, miles de palabras sobre un concepto, un color que deja de serlo en el momento que no se le permiten tonalidades. La sangre no entiende de penalidades, únicamente por instinto fluye, o nos impide vivir.




La ciudad de las bicicletas, como tantas otras en países cívicamente concienciados de que la calidad de vida, no es la desproporción material y el ruido caótico que hace estallar nuestros oídos. Linköping se deja atrás en torno a una melancólica despedida enturbiada por una traviesa bicicleta. Con un cielo terrible citándome a rebatirle su poder comienzo mi camino. El suyo es absoluto, el mío no lo es menos, desde el momento que se que nada ni nadie me impedirían llegar a Göteborg, y poner en duda la seguridad que supone no volver a perder un avión.




Cuando las miradas maliciosas femeninas obvian hasta casi olvidar a las cómplices, las actuaciones masculinas se quedan simplemente en meros acelerones, que vomitan en el vacío lo mismo que se integra en su mente; Nos damos cuenta que la espera será larga, aunque la llegada un único suspiro, y que la ayuda de los inmigrantes será inevitable. Será la única que puede salvarnos de un eterno tormento, convirtiéndolo efímeramente en un placer. Finalmente ni los inmigrantes nos ayudaron, y muchas oportunidades fueron desaprovechadas simplemente por designios del azar, donde la persona que para, no siempre circula en nuestra misma dirección.


No deja de llover a la llegada a Jonköping, a mitad de camino, para acabar siendo los ensayos del diluvio final, infernal y cuando menos universal. Los finales siempre son trágicos, o al menos deberían serlo para ser reales. Dulcemente trágicos, el intermedio acaba siendo tan dulce recuerdo cuando el final acaba siendo, sin más, un final.


Los dejavúes se atosigan en nuestra mente, nos atormentan con experiencias similares en lugares totalmente diferente, significativamente los mismos. Un gran cartel de GÖTEBORG reparado hasta la locura, hasta en su compleja puntillista ortografía me permite llegar a mi destino cuando la lluvia perjudica mi temperamento y la noche me agradece que me adentrara en el reto, para acabar escapando por meros segundos, la embriaguez que suponen los segundos de duda, de debilidad.



Bañado por la tormenta de los camiones. Chapoteo que no evitan por nada del mundo, se sienten poderosos en su casi siempre inmunda cabina. Salvo honrosas excepciones, teoría personal que promulga que la inmundicia es la que impide la parada ante la debilidad de una persona que te mira de frente, a pesar de su total dependencia. Simplemente el deseo inerte de parar, pero no llevarlo a cabo por vergüenza personal. El caso de una pareja de ninfas es diferente, supondrán que la porquería desaparecerá con el acceso de las diosas. Agnus, un sonriente y adicto al teléfono camionero de la vieja escuela, inicia mi camino en Linköping parando en un lugar cuando menos dudoso. Siempre que hay alguien haciendo dedo lo llevo, aunque desafortunadamente cada vez hay menos gente en la carretera a la que ayudar. Me dice sinceramente mientras sus claros ojos me expresan lo mismo.


Rosadas luces me dan la bienvenida a Göteborg, lamparillas que producen este efecto estando todavía frías, para acabar calientes hasta la desmesura, ardiendo de sobremanera, para acabar quemando y no suscitar ninguna mirada. Crean una atmósfera que nunca me habría imaginado a mi llegada -quizás porque había llegado a no creerlo- me dan la bienvenida de forma invertida, al contrario que yo, sabían que llegaría, simplemente me estaban esperando, la noche ya era profunda, a pesar de que algunos lo llamemos tarde.




Göteborg, la ciudad que me permite, o más bien me obliga a decir adiós a Suecia. No existen sentimientos hacia estas ciudades. Simplemente el paso entre dos realidades y la locura circundante, flotante entre ambas, la línea curvada hasta el extremo que nos separa de nuestra vida normalizada, de los lamentos repetidos hasta la saciedad, la seguridad que necesitamos para no acabar muriendo mientras reflejamos nuestra demacrada imagen en una jarra de cerveza –que cada cual elija su marca, tipo y tiempo de fermentación- .

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