martes, 4 de noviembre de 2008

Octubre de 2008, la quimérica derrota, el victorioso destino.

Cualquier lugar está inherentemente carente de significado, desnudos o decorados hasta la locura, hasta la psicosis ornamentativa, no se convierten en nada mejor. Su historia – el tan promulgado nivel histórico, el proceso histórico de Ortega- acompañado del realce característico que los humanos tendemos a ceder temporalmente a nuestros lugares –tanto para la mente como para el corazón- los convierten en lugar común, para un grupo limitado, la ciudad globalizada o únicamente una pequeña partícula de esta. Viajar supone simplemente esto, la combinación inevitable entre la historia del lugar, la personal, y los acontecimientos que allí ocurren.
El otoño brilla como siempre en Suecia, con su propia luz, con el reflejo de sus siervas casi moribundas, intensamente doradas como acicalándose para su propia muerte. El bosque esmeralda de la primavera pasada que nos apresó el olfato con su perfume, nos cautiva ahora la mirada; terriblemente libre no nos permite que mantengamos la vista fija más de un instante en el mismo lugar. La esclavitud que supone sentirse realmente libre.
Dos otoños atrás, Skavsta, la ciudad de un pequeño aeropuerto en mitad de Suecia, estratégicamente cerca de todo, inevitablemente lejos de cualquier punto tendente al interés, supuso la exhalación de nuestra última bocanada de aire. Un efluvio totalmente carente de alma. El riesgo de perder un avión, pero sin faltar a la norma de acabar haciendo dedo hasta el final. Saber de antemano que el avión despegaría sin nosotros, simplemente intentar descubrir una experiencia que nunca habíamos sentido, escuchar partir, e imaginar nuestros nombres vibrando por megafonía. Sentir continuamente su fluir en nuestra mente mientras secábamos nuestra terrible y húmeda de sobremanera ropa durante dos largos días, más irónicos que extensos, más sarcásticos que inútiles. Un guiño del destino para seguir olvidándolo totalmente, la felicidad que encontramos en esos escasos segundos en los que tenemos la victoria de una pequeña batalla en nuestras manos, para darnos cuenta de que finalmente el pez siempre escapa de las húmedas garras humanas. El éxtasis es siempre positivo, generalmente expresión de tu propia caída.
Skavsta no había cambiado nada, el alegre pero entristecido recuerdo era el mismo. El dorado otoño iluminaba todo, enturbiando por el monótono cielo gris, mi lugar era muy diferente ahora, simplemente y llanamente empezaba la segunda etapa del viaje interminable de la preparación para uno que quizás nunca exista.



Tarde, muy tarde, o más bien en el momento exacto, después de recordar en multitud de ocasiones el último suspiro, ese lugar común que se había convertido para algunos de nosotros, conseguía apuñalar al destino volviendo al lugar en el que nunca deberíamos haber perdido, simplemente porque el sufrimiento debe ser siempre refrendado por su responsable. Saberte un fugitivo de ese omnipotente que no lo puede todo, y ni mucho menos puede estar en todos los lugares comunes, esa es responsabilidad de cada uno. Podrá estar a nuestro lado, pero nunca entrar en nuestro territorio, personal, mental, sencillamente creado por nuestra experiencia.
A pesar de no ser el mejor sitio posible, volví a elegir el mismo lugar en el que comencé a hacer autostop fuera de mis países de acogida. El recuerdo de cinco personas enturbiando el tráfico y los gestos acomodados, conservadores de los conductores bajo la lluvia se esfuma pronto, abro los ojos y me encuentro sólo mientras que el siguiente brillo me espera en Linköping, únicamente 122 km. En la ocasión anterior unos dulces jubilados nos acercaron al siguiente punto, evitándonos la cada vez más agresiva lluvia, en esta ocasión y encontrándonos a domingo, es inevitable que sea un joven con una expresión y retórica influidas de sobremanera por la resaca del día anterior el que inicia el juego, el guiño.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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